La lectura de la antología Vampiros, reunión de célebres autores sobre el tema, estimula el siguiente recorrido por la historia literaria de estos seres seductores que más que alimentarse de sangre humana lo hacen del miedo.
Cae la noche. A lo lejos, entre las sombras crepusculares de árboles sin hojas, una silueta inquietante es descubierta, un instante tan sólo, por la blancura sólida del relámpago. Los caballos de nuestro carruaje relinchan, se encabritan, huyen despavoridos. A través de la ventanilla, el tenebroso paisaje corre veloz, pero percibimos la proximidad de esa sombra, junto con un hedor a almizcle. Afiladas garras etéreas se apoderan entonces de nuestro cuello y nos impiden respirar. El terror se transmuta en una voluptuosa somnolencia. Entregados ahora a ella, no la cambiaríamos por nada. ¿Acaso es esto la muerte?
Es, de hecho, el cliché que hemos leído hasta el cansancio de lo que ocurre cuando un vampiro, es decir, un muerto que se alimenta de la sangre de los vivos, aparece. ¿Y a quién debemos está curiosa historia? A dos ejemplares literariamente infames: el primero de ellos se llama simplemente El vampiro, y fue escrito aproximadamente en 1819 por un joven impresionable y no muy avispado de origen italiano: John William Polidori (1796-1821). En su corta vida, no le dio tiempo más que para graduarse de médico en la Universidad de Edimburgo y fungir como secretario de Lord Byron, quien lo atormentaba haciéndole blanco de burlas y sarcasmos. Polidori se vengó de Byron, sin embargo, de un modo contundente: lo utilizó de modelo para dar vida a Lord Ruthven, el protagonista de su cuento, y el primer vampiro seductor, distinguido y elegante de la literatura. Por una confusión editorial, la primera vez que se publicó El vampiro, apareció en la revista New Monthly firmado por Lord Byron, y esto aseguró su popularidad.
Si bien el misterioso caballero acaudalado e irresistible que encarna Lord Ruthven tiene ya la fisonomía del vampiro cinematográfico, absolutamente todos los demás detalles que ha aprovechado el cine para sobresaltar a la audiencia fueron extraídos de una novela aparecida veintiséis años después: Varney, el vampiro. Más de ochocientas páginas atiborradas, a decir de Jacobo Siruela, de una “incansable repetición de historias húmedas y sangrientas con todos los excesos más kitsch de la novela gótica”, que debemos a la pluma del escocés James Malcolm Rymer.
Aunque estás dos obras cuentan con escasos méritos literarios, dieron origen a un estilo que antes de que concluyera el siglo XIX logró un refinamiento indiscutible en Bram Stoker, cuyo Drácula alcanzaría, en su momento, el nada despreciable millón de ejemplares y la celebridad.
Pero los vampiros, como ocurre siempre, no fueron inventados por un hombre. No fueron ni Polidori ni Rymer ni Stoker los creadores de un caballero galante y seductor que se alimenta de sangre humana. Los vampiros, los monstruos que viven en la muerte, provienen del miedo, y han estado ahí desde el momento en que un hombre abrió los ojos en mitad de la noche y no se atrevió a cerrarlos de nuevo.
Uno de los cuentos más impresionantes de la antología, si no es que uno de los mejores que yo haya leído, y que impresiona también al conde Siruela, experto en la materia, como excepcional en la literatura de vampiros, es “Carmilla”, del irlandés Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873). Con “precisión y verosimilitud”, sin ninguna parafernalia hollywoodense, se describe ahí la sublime y sensual pasión que comienza a germinar entre dos hermosas jovencitas. Con estremecedores y delicados detalles, Le Fanu cuenta cómo la pequeña bebedora de sangre seduce, y es seducida por su víctima, que a su vez siente ese impulso irresistible hacia el abismo y vislumbra un sentimiento totalmente nuevo: el miedo y, algo más temible: el miedo a sí misma. Recostada en su inmensa cama, dentro de la igualmente enorme habitación sin muebles de un desolado castillo en el campo, no experimenta ningún temor, hasta el día que siente, en sueños, la proximidad del rostro de la grácil Carmilla.
Otra vampira espectacular es la “ilusión singular y diabólica” de Clarimonda que describe con voluptuoso detallismo Théophile Gautier (1811-1872) en “La muerta enamorada”, una de las obras favoritas de Charles Baudelaire. En este momento, como habrá notado el lector, ya las historias de vampiros han traspasado la Isla, como ha dado en llamarse informalmente a la Gran Bretaña. Y aunque nos encontramos a finales de los 30, ha pasado ya de los excesos tragicómicos y supersticiosos de vampiros como Lord Ruthven o Varney, y se ha sumergido en las arenas movedizas de las deliciosas y malignas pasiones de la carne, y de la sangre. Ítalo Calvino ha descrito las aventuras de Clarimonda, quien muriera tras una orgía de tres días consecutivos y volviera de la tumba para seducir a un cura devoto, como “una obra concebida y acabada siguiendo todas las reglas”.
Una vez que el vampiro te toca, no es posible luchar contra el impulso de seguirlo, aun con plena conciencia de extraviarse en los meandros del infierno. Esto, que es experimentado por quienes han sido conducidos en sueños por la sensualidad de Carmilla, Clarimonda o Cristina (la bella gitana de “Porque la sangre es vida” del italoamericano Francis Marion Crawford, 1854-1909) es completamente cierto en términos biológicos. El murciélago, ese infeliz y feo animal que come frutas e insectos, tiene un primo que efectivamente bebe sangre. Lo hace por las noches y siempre busca a la misma víctima, que por lo regular es una vaca o un caballo. Hace un corte en una vena que su baba adormece y evita que cicatrice, y pasa la noche lengüeteando la sangre que de ahí brota. Tal como se describe en “Bebe mi sangre”, el cuento del guionista neoyorquino Richard Matheson (1926), en el que un niño que sueña ser vampiro acaba robando un murciélago del zoológico y se hace un corte en la garganta para que el animal beba de ahí. Aunque al principio, el bicho, asustado, no quiere hacerlo, una vez que prueba el líquido vital, no puede dejar de abalanzarse sobre el muchacho con fruición, a pesar de que el otro se siente desfallecer. En la imagen final, Matheson da un giro genial a su cuento, que lo inserta en ese territorio onírico en el que las bellas e irresistibles vampiras antes descritas se desenvuelven, y en el que habría que incluir “La habitación de la torre” (1912), de Edward Frederick Benson, en el que un sueño recurrente, que envejece, se vuelve cierto. Matheson, guionista de La dimensión desconocida y autor de la novela llevada al cine Soy leyenda, publicó en 1956 una obra clásica, El hombre menguante, que Pedro Almodóvar incluye en la escena central de su película Hable con ella.
Hasta aquí, la víctima es consciente de lo que pasa, y no puede contener su propio impulso, pero en el caso de piezas como “El conde Magnus”, de M.R. James (1862-1936), la favorita de Lovecraft por “invocar suavemente el horror a partir de la prosaica vida diaria”, la presencia del Mal pasa desapercibida a los ojos del protagonista, quien, a diferencia del lector, no se da cuenta de nada, hasta el final.
Precursores de los vampiros literarios, de los cuales éstos se alimentan también, insaciables, son las leyendas populares, como la que cuenta Alexéi Tolstoi, primo del autor de Ana Karenina, acerca de los vurdalak, bebedores de sangre húngaros cuya característica es buscar, preferentemente y con engaños, a los familiares, para así formar villas enteras de muertos sedientos a orillas del Danubio. O las insuperables, si se me permite, leyendas alemanas, como la de Brunhilda, cuyo relato, bajo el título de “No despertéis a los muertos”, atribuida a Johann Ludwig Tieck (1773-1853), describe esa peculiar insensatez de la carne. O la que cuenta Hoffmann, que es más bien, una curiosidad.
Pero, aunque la de Tieck posea todo ese universo germano de lo fantástico, hay que recordar las palabras de Edgar Allan Poe: “El horror no procede de Alemania, sino del alma”, y es esa, tal vez, y no la que apunta el conde Siruela, la única justificación de que en una antología de esta naturaleza sea incluida la breve obra maestra de “Berenice”, el cuento de Poe en el que el protagonista, enfermo de los nervios, profana la tumba de su esposa, que también es su prima, y que, por no sé que artes de la catalepsia, continúa con vida, para arrancarle los dientes, que son el objeto de su obsesión más profunda.
Tampoco veo otra razón que la calidad del relato, para que sea incluido aquí “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga, ya que un insecto chupasangre, aun cuando sea de tamaño descomunal, no puede compararse, ni remotamente, con una pasión que traspasa los límites de la muerte. Decía Charles Baudelaire: “La voluptuosidad única y suprema del amor es la certeza de hacer el Mal”. Y eso y no otra cosa es el vampiro.
Mientras leía las “Páginas…” de esta muchacha inglesa, impetuosa y perturbadoramente inconsciente que narra el cuento de Robert Aickman (1914-1981), pensaba en lo que ocurre cuando se desencadena en el propio cuerpo una droga, y el mundo exterior comienza a volverse cada vez más pequeño en contraste con el crecimiento desorbitado del interior, y la claridad y tenacidad con que las imágenes y deseos de nuestra mente se hacen reales y contundentes. ¿Cómo se siente convertirse en vampiro? Es una debilidad, diría tal vez esta chica excitada a punto de reventar, ante los ojos ajenos, que se inclina hacia el poder absoluto. “Dudo que escriba nunca más. No creo que tenga nada más qué decir”, reza la última línea de su diario.
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